La literatura, un espacio liberador
Leer historias o relatos nos permiten vivir sueños ajenos como propios y esa posibilidad permite que corazones sensibles logren sentir a los demás y sus vivencias como propias. Ese ingreso a oscuras cavernas, a desiertas islas, a profundos océanos o insondables selvas hacen que podamos resucitar los ambientes del pasado o los posibles mundos futuros. La literatura es el mundo de los posibles, de los insondables códigos que nacen y mueren cada día, de la ensoñación y del recuerdo. Pero aún así la experiencia más valiosa e inolvidable para un lector es cuando las escenas que poblaron la imaginación se aparecen caminando por las calle, respirando y mirando con la tranquilidad de un paisano. Esa fue la sorpresa que viví cuando en una población del Caribe colombiano, en medio de una fuerte temporada de lluvias, un hombre joven con aspecto afeminado se presenta en una calle céntrica acompañado de una aristocrática anciana, sentados como en una procesión de viernes santo sobre dos sofás octogenarios pero de la mejor calidad, con la madera decorada y los tapices de terciopelo rojo sobre una carreta halada por un hombre bajito, trigueño pero musculoso que se ofreció por un pago mínimo transportar a la curiosa pareja hasta las instalaciones de la notaria, en medio de una calle repleta de agua. El conductor, al mejor estilo colonial, levanta a la centenaria mujer en brazos mientras el acompañante pide una silla y ayuda develando su inútil temperamento, un pusilánime. Cuando la señora estuvo a buen recaudo, el conductor a la manera hindú, se hizo a un costado de la acera a esperar que la diligencia terminara para desandar el camino. Esta escena parece sacada de Los Funerales de la Mama Grande de Gabriel García Márquez, toda una reencarnación de los personajes del nobel colombiano.
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